Fondo

21 de octubre de 2013

La cueva, literalmente.

Me contó que había vivido en una cueva.
Literalmente.
No de esas en las que ocultas tu alma.
No.
Vivió en un agujero que excavó en la ladera de una montaña.

La ladera daba a la playa.
Me dijo.
Supongo que para darme envidia de sus vistas al mar o quién sabe.

Su historia la repitió como otro viernes más, sin cambiar palabra alguna.
La única diferencia era yo.
Ella cambiaba de interlocutor constantemente, manteniendo las sílabas y su aliento a tabaco y anís.

Allí di a luz a mi primer hijo y me prometí no volver a hacerlo nunca más así. Porque lo pasé muy mal, ya sabes, no es lo mismo parir en un hospital que en una cueva.

No, no lo sé, la verdad.
Yo no he parido ni en un sitio ni en otro.
Pero esto a ella no le importaba, porque siguió con los detalles. Me describió el lugar, las pertenencias, su día a día en aquel lugar idílico.

Ahora estoy separada y los niños viven con su padre.

¿Los niños? La miré estupefacta.

Si, a veces te prometes cosas que no cumples. En esa cueva di también a luz a mi segundo hijo. Ahora tiene 6 años.

Y se quedó callada. Turbada.
Yo la imaginé sentada, en la entrada de la cueva, serena, feliz.








En su silencio me incorporé para salir a fumarme un cigarro. Ella no se inmutó con mi partida.
Desde el patio la vi a lo lejos. Dejaba que el sol le diera en la cara, marcando una sonrisa retorcida.

Apagué el tabaco.Y me dispuse a entrar con fuerzas nuevas y la esperanza de que mi madre, en esta nueva entrada,  se acordara de mi.
Pero ya era tarde.
Cuando entras en la cueva, es difícil volver a salir de ella.



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